UN QUIJOTE EN LA COSTA TROPICAL
Lola Benítez Molina
Málaga
Sus palabras me venían a la memoria con frecuencia. Solía decirme:
-Acabarás como D. Quijote, confundirás fantasía con realidad.
A lo que yo respondía con presteza:
-Mi querido Alex, D. Quijote se hallaba por tierras de La Mancha. Yo me encuentro en la Costa Tropical, concretamente en Almuñécar. Aquí la luz resplandece con fulgor sobre las olas del mar y, aunque el tiempo parezca haber repercutido en mi lucidez, yo me sumerjo en sus aguas, y la belleza de sus playas me recuerda lo vivo que estoy. Mi mente despierta cada día en eterna primavera. Eso no hace sino vivificar los sentidos: el olfato, la vista, el gusto… con sus exquisitos manjares: aguacates, chirimoyas, papayas… Nunca he estado más cuerdo. Mi piel absorbe cada rayo de sol con savia nueva y nutre cada poro con la fragancia del mar.
Aquí, donde los fenicios dejaron su huella, D. Quijote no hubiese perdido el juicio. Con los romanos floreció, como pocos paraísos lo harían, y llegó a tener un importante mercado con salazones de pescado, como demuestran los restos de la factoría “El Majuelo”. Aquél, que la visite, puede comprobar los vestigios y restos de aquella época en pleno corazón de la ciudad. Numerosos restos encontrados abalan el vivir de diferentes pueblos, como los ochocientos años en los que estuvo ocupada por los musulmanes. Sus calles angostas así lo demuestran. Precisamente, decidí establecerme en ella por ser mi permanente fuente de inspiración, como tú, perfectamente, sabes. Cualquier rincón me enlaza con nuestros antepasados y me estimula para seguir con mis escritos, si bien, es cierto que, últimamente, ando algo despistado, no tienes nada que temer mientras nos encontremos bajo su influjo. No obstante, ya que me sacaste el tema, te diré que en esta hermosa tierra, donde a lo largo de su extenso paseo marítimo hay gran cantidad de palmeras milenarias traídas de la propia Cuba y, al igual que en esa maravilla de ciudad que supera todas las fantasías, también los españoles participamos durante años en la producción de caña de azúcar y de melaza, pero debo confesarte que una de esas noches estivales, después de estar un buen rato sentado en el jardín, saboreando un ron elaborado por un buen amigo conocedor de la de la obtención de dicha bebida, tuve un sueño, que si no llega a ser por hallarme a donde el sabio destino supo enviarme, pues te diría que el desaliento y el pánico se apoderaron de mí, y no fue precisamente por no encontrar a mi bella Dulcinea, sino por el desasosiego que dicho sueño me produjo. Lo cierto es que aquellos momentos los viví como ahora mismo te relato. Dirás que fue el ron, pero escucha y verás que no fue así. Momentos antes había revisado mis viejas novelas, ya olvidadas y tuve una extraña sensación. Creí ver en breves segundos, como ahora mismo te veo a ti, a todos aquellos personajes que yo mismo había creado, y lo curioso es que las letras se volvieron contra mí. Sentía que las hojas, que en su tiempo fueron escritas con la mayor pasión que una persona pone, cuando se siente creadora, se constituían en verdaderos muros blancos que pedían clemencia, para que alguien como yo tuviese piedad y arrojase sobre ellas el color y la luminosidad de que estaban necesitadas. Las veía indefensas. Incluso, derramé lágrimas de dolor, cuando uno de aquellos limpios muros había sido manchado con mis torpes manos, que dejaron derramar la tinta sobre él.
Las letras danzaban por la habitación y no renunciaban a su libertad, por más que yo intentase apresarlas y devolverlas al papel. Las perseguía, incluso, alguna llegó a posarse sobre la hoja, pero ni siquiera la sumisa máquina de escribir, que durante tantos años había sido mi compañera infatigable, quería ofrecerme su ayuda. ¿Qué podía hacer? Las letras deambulaban sin punto fijo, me seducían y me embelesaban. Les pedí suplicante que no abandonaran el papel, que me permitiesen participar de su juego y que, a la vez, me ayudasen a componer algo, por insignificante que fuese, pero no se dejaron convencer. Su orgullo y presunción me derrotaban; sabían que yo, sin ellas, no era nada. Realizaron extraños juegos, como los que las tribus africanas hacían con sus víctimas momentos antes de ser sacrificadas, y de los que yo era protagonista. Estaban en su perfecto derecho de martirizarme. Por un momento, pensé que ese sería mi final. Reprodujeron, en breves instantes, todo cuanto yo había escrito y me hicieron comprender que eran ellas las que hasta entonces se habían prestado a ayudarme. Seguidamente, comencé a escribir y a pronunciar frases, impulsado por un leve temblor, cuyo significado desconocía.
El haber pasado tantas horas de mi vida frente al papel y verme así tratado me afligía. Estaba realmente consternado y extenuado.
Las palabras fluyeron atropelladamente:
“Castillos de fuego enaltecen todo mi ser; percibo una vaga sombra, apenas de dulce melodía, cuando, sin quererlo, me sumerjo en el fondo de tus ojos. Sé que estáis ahí para que mis palabras os envuelvan, y que vosotras resistís”.
“¡Oh, estrella iracunda que desgarras una válvula llameante y desnudas mis pensamientos! ¿No ves que las plumas de sangre me sobresaltan del sueño en el que ahora me tienes?”.
“Tierra yerma, aviva con mis gritos esa esperanza que una vez ahogaste con el clamor de tus quejas. Algún día renaceré y, entonces, la antorcha que generas caerá como el pájaro cautivo con su propia guirnalda de fuego”.
Asustado por mi nuevo estilo y lo acaecido, decidí quemar los libros. Las palabras resistían agonizantes.